lunes, 7 de marzo de 2011

En homenaje al Sr. Alberto Granados, compañero del Che Guevara




América, 
te hablo de Ernesto

Letra y música de 
Silvio Rodríguez


Con una mano larga
para tocar las estrellas
y una presión de dios en la huella.
Paso por tu cintura
por tu revés y derecho
el curador de hombres estrechos.

Preparando el milargo
de caminar sobre el agua
y el resto de los sueños
de las dolencias del alma.
Vino a rajar la noche
un emisario del alba.
Y con voz tan perfecta
que no necesita oído.

Hizo un cantar
que suena a estampido.
En todos los idiomas
el emisario va a verte,
en todos los idiomas
hay muerte.

Aunque lo entierren hondo
aunque le cambien la cara,
aunque den esperanza
y brille la mascarada
llegará su fantasma
bien retratado en las balas.

El mausoleo en homenaje al inspirado e inspirador poeta cubano José Martí, padre de muchas de las ideas revolucionarias que alentaron a estos jóvenes y valientes hombres...

De EDUARDO GALEANO y su particular modo de mirar el mundo...




























México



13 de marzo de 1325

La tierra prometida



Maldormidos, desnudos, lastimados, caminaron toda la noche y día durante más de 2 siglos. Iban buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias.

Varias veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados por los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose, empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y se levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron carne de reptiles.
Traían la bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal: Sujetaréis de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del corazón y valentía de los brazos.
Cuando se asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.
Al verlos llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados en la orilla de la laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que en tiempos remotos habían nacido de las bocas de los dioses.
Huitzilopochtli les dió la bienvenida:
Éste es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza resonó la voz Mando que se llame Tenochtitlán la ciudad que será reina y señora de todas las demás. ¡México es aquí!

6 de mayo de 1536

Machu Picchu. Manco Inca



Harto de ser rey tratado como perro, Manco Inca se alza contra los hombres de cara peluda. En el trono vacío, Pizarro instala a Paullo, hermano de Manco Inca y de Atahualpa y de Huáscar.
De a caballo, a la cabeza de un gran ejército, Manco Inca pone sitio al Cuzco. Arden las hogueras en torno a la ciudad y llueven, incesantes, las flechas de yesca encendida, pero más castiga el hambre a los sitiadores que a los sitiados y las tropas de Manco Inca se retiran, al cabo de medio año, entre alaridos que parten la tierra.
El Inca atraviesa el valle del río Urubamba y emerge entre los altos picos de niebla. La escalinata de piedra lo conduce a la morada secreta de las cumbres. Protegida por parapetos y torreones, la fortaleza de Machu Picchu reina más allá del mundo.


De El libro de los abrazos


Celebración de la subjetividad


Yo ya llevaba un buen rato escribiendo Memoria del fuego, y cuanto más escribía más adentro me metía en las historias que contaba. Ya me estaba costando distinguir el pasado del presente: lo que había sido estaba siendo, y estaba siendo a mi alrededor, y escribir era mi manera de golpear y de abrazar. Sin embargo, se supone que los libros de historia no son subjetivos.
Se lo comenté a don José Coronel Urtecho: en este libro que estoy escribiendo, al revés y al derecho, a luz y a trasluz, se mire como se mire, se me notan a simple vista mis broncas y mis amores.
Y a orillas del río San Juan, el viejo poeta me dijo que a los fanáticos de la objetividad no hay que hacerles ni puto caso:
No te preocupés —me dijo—. Así debe ser. Los que hacen de la objetividad una religión, mienten. Ellos no quieren ser objetivos, mentira: quieren ser objetos, para salvarse del dolor humano.

El mundo


Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.




El hambre

Un sistema del desvínculo: El buey solo bien se lame.
El prójimo no es tu hermano, ni tu amante. El prójimo es tu competidor, un
enemigo, un obstáculo a saltar o una cosa para usar. El sistema que no da
de comer, tampoco da de amar: a muchos condena al hambre de pan y a
muchos más condena al hambre de abrazos.





domingo, 27 de febrero de 2011

Mucho tiempo olvidada, ahora rescatada...

Silvina Ocampo inédita


A más de un cuarto de siglo de su muerte, se publica, por fin, La promesa, la conmovedora novela en la que la escritora trabajó durante años y donde se refleja nítidamente su propia vida


En el mar tan amado por ella, quiso, odió y, convertida en profetisa, sembró la dicha y la desdicha. Los barcos fueron el escenario donde transcurrieron algunos de los momentos más importantes en la vida de Silvina Ocampo. En los lujosos transatlánticos de otras épocas, cruzó muchas veces el océano, de Europa a Buenos Aires, de Buenos Aires a Europa. Desde la cubierta contemplaba el mar, detrás de los anteojos negros de montura blanca, los típicos anteojos de las hermanas Ocampo, que le servían para protegerse del sol y para espiar a su esposo, el apuesto Adolfo Bioy Casares. Los salones de esos palacios flotantes fueron el escenario donde vivió historias de amor, reales e imaginarias, a menudo tortuosas. Sus ocasionales compañeras de travesía le pedían con temeridad que les leyera las manos, porque "todo Buenos Aires" sabía que ella era vidente. Y ella lo hacía, según la ocasión, maliciosa, sincera hasta la impiedad o embustera como una chica traviesa. En los oídos ávidos de sus compañeras de viaje dejaba caer palabras terribles o venturosas, con esa voz hecha de temblores y entrecortada, que subía y bajaba quebrada por espasmos, que a veces prolongaba las vocales en signo de asombro, de dolor o de fingida admiración: una voz y una elocución inimitables, en la vida y en la literatura, que todos quienes la conocieron han tratado de imitar alguna vez. De uno de esos viajes volvió a Buenos Aires con Marta, la hija de Adolfito con otra mujer, que pasó a ser la hija del matrimonio. El mar es el paisaje espléndido y desierto donde transcurre La promesa (Lumen), la novela inédita que Silvina terminó mientras luchaba contra la enfermedad que carcomía su lucidez y sus fuerzas.
La trama de La promesa es simple: una pasajera se cae de un barco al mar y le promete a santa Rita que, si la salva, escribirá un libro, a pesar de ser analfabeta. La pasajera es buena nadadora y se mantiene a flote nadando o haciendo la plancha. Para no desesperar y hundirse, hace una especie de diccionario de recuerdos, una serie de retratos de personas que ha conocido. En esa galería, los perfiles se encadenan hasta formar la narración que tenemos entre las manos. Hacia el final, el agua que entra, cada vez con más frecuencia, por la boca de la Scheherezade marina anuncia el final inminente mientras la memoria reitera, sin advertirlo, las mismas palabras y las mismas imágenes. El movimiento de la conciencia se atasca y adquiere la lógica siniestra de la agonía o de una demencia repetitiva. Como señala Ernesto Montequin, a cuyo cuidado estuvo la edición, en las últimas páginas la voz del personaje, en la ficción, y la voz de la autora, en la realidad, coinciden. Esas frases fueron algunas de las últimas que Silvina Ocampo escribió sobre el papel casi a modo de espejo. "Los espejos son las puertas por las que va y viene la Muerte" (Jean Cocteau).
Montequin dice que entre 1988 y 1989 la escritora corrigió y completó el texto en el que había trabajado con largas intermitencias durante veinticinco años. Sin saberlo -o más bien, con la intuición oscura pero implacable de quien presiente cuál ha de ser su destino- contaba la historia de la protagonista y, al hacerlo, no hacía sino narrar su propio naufragio.
Ella se consideraba fea, a pesar de la belleza de su cuerpo, que el baile había modelado. Se quejaba de su boca que, con los años, según sus propios ojos, se había vuelto obscena. Sus amigos José Bianco y Enrique Pezzoni, a la hora de hablar en privado de la "fealdad" de Silvina, decían que, por el contrario, era muy atrayente. Y lo decían porque ellos habían caído en distintas oportunidades bajo el influjo de esa especie de hechicera. Era cierto que Silvina podía ser atractiva de un modo irresistible, pero había tenido la mala suerte de nacer en una familia donde había mujeres de una hermosura más convencional, casi clásica, como la de su hermana Victoria Ocampo. Sin embargo, apenas uno la veía moverse y, sobre todo, cuando desplegaba sus juegos de seducción, en los que se mezclaban la gracia, el don de la réplica, el lirismo, las asociaciones delirantes y la atención aplicada con que escuchaba a su futura presa como si no hubiera nada más importante en el mundo que la persona que la enfrentaba, uno comprendía que debía de ser difícil escapar de esas redes si ella decidía echarlas al agua. Además era de una delicadeza extrema. Esa mujer debía de acariciar con una suavidad y una precisión inolvidables. Una muestra de La promesa : "El mar desviste a las personas como si tuviese enamoradas manos". A esas manos se refiere la poeta Alejandra Pizarnik en una carta a Silvina:
Oh Sylvette, si estuvieras. Claro es que te besaría una mano y lloraría, pero sos mi paraíso perdido. Vuelto a encontrar y perdido. [...] Yo adoro tu cara. Y tus piernas y surtout [sobre todo] tus manos que llevan a la casa del recuerdo-sueños, urdida en un más allá del pasado verdadero.
El amor, el sexo y el tormento de los celos recorren toda la obra de Silvina Ocampo. Ella, que admiraba al Proust de La prisionera y de La fugitiva , tuvo a su lado a Adolfo Bioy Casares, estímulo inagotable para que el deseo surgiera acompañado por el miedo a la traición. Fue la persona que más quiso en su vida, pero él, que correspondía a su modo esa pasión, no podía prescindir de la conquista continua de otras mujeres. Ella no terminó nunca de acostumbrarse a esas infidelidades, las toleraba, pero temía que él la dejara, algo imposible, porque ¿dónde podía encontrar Adolfito una mujer que pudiera compararse con Silvina? Por cierto, ella también tenía otros amores, como señaló su esposo en una entrevista (ya muerta Silvina), cuidadoso de que su esposa no apareciera como una más de las tantas víctimas de los maridos tradicionales.
Hoy, que se ha publicado buena parte de los Diarios de Bioy Casares y que siguen apareciendo obras inéditas de Silvina, resulta imposible no leer los textos de esa pareja literaria sin pensar en las referencias biográficas. Por ejemplo, en La promesa , se encuentra este pasaje: "Leandro necesitaba que Irene amara a otro ser que no fuera él mismo para interesarse un poco en ella. Es tan abrumador ser amado con exclusividad".
En el libro, hay un diálogo entre Leandro y su amante, Irene, que revela del modo más directo cómo amaba Silvina:
-¿Qué preferís: que te quieran o querer? -interrumpió Leandro [...].
-Querer-respondía Irene
-Quereme, entonces.
Y querer, en esas condiciones, es sufrir.
La definición del amor que se encuentra en La promesa no puede ser más cruda: "¿Qué es enamorarse? Perder el asco, perder el miedo, perder todo".
Para Silvina Ocampo, el asco era una sensación que acechaba amenazante en todo lo que la rodeaba, desde el olor de las flores marchitas de los velorios hasta la nata de la leche, que le provocaba arcadas. Pero esa colección de ascos también la atraía: le causaba curiosidad ver cómo los demás se comportaban ante las cosas "asquerosas". Y es cierto que el sexo, cuando no se desea, puede ser una experiencia repugnante, pero aun así produce fascinación. Gabriela, la niña de La promesa , piensa a menudo en esa experiencia por la que no ha pasado: "Lo que más deseaba en el mundo de su curiosidad era ver a un hombre y a una mujer haciéndolo". Esa misma curiosidad despertó la precocidad sexual y amorosa de Silvina Ocampo. En una entrevista que le hice en 1987 en la Revista de este diario, ella contaba:
Cuando tenía veinte años me decía: "Ay, cuándo tendré cuarenta o cincuenta para no enamorarme más, para no desear más a nadie, para vivir tranquila, sin preocupaciones, sin celos, sin angustias, sin ansiedad". Llegué a los cuarenta, a los cincuenta, y seguía enamorándome y deseando a la gente hermosa. Es terrible. Y ahora el sexo me resulta tan interesante como cuando era chica y acababa de descubrir lo que era. A mí me importó siempre. Ahora también. ¿Cómo puede dejar de importar? Es una condena y un placer.
Por el amor, no sólo el de la pasión sexual, los personajes de Silvina Ocampo pueden ser crueles y rencorosos, como ella lo podía ser en la vida. El miedo de ser dejada por los seres que quería la llevaba a utilizar todo tipo de artimañas, a veces dañinas, para retenerlos. Quizá eso ocurría porque le costaba dejar de querer a quienes había amado. Dice en La promesa : "Lo peor es no dejar de querer del todo".
Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo formaron durante mucho tiempo un trío literario que produjo la ejemplar Antología de la literatura fantástica . Pero Silvina nunca se sintió del todo cómoda en ese trío. Tenía una sensibilidad mucho más amplia y afinada que la de Borges y Bioy. A ellos sólo les interesaba la literatura; ella, en cambio, tampoco podía prescindir de la pintura ni de la música. La admiración declarada de Borges por el Réquiem alemán , de Brahms, no era sino una apropiación, no digerida, del gusto de Silvina por esa obra. Las Ocampo, o por lo menos tres de ellas (Victoria, Angélica y Silvina), tenían una pasión por Brahms, así como la tenían por Chopin.
Para Silvina Ocampo, había un solo modo de olvidarse de sus sospechas, de las "otras" que buscaban arrebatarle a Bioy, de los interludios amorosos con hombres y mujeres que la distraían del tormento de los celos: pintar y, sobre todo, escribir. En sus poemas, en sus relatos, ella era la que manejaba el destino de los personajes. Ella era la que les infligía la muerte, el ridículo o se asestaba a sí misma la puñalada de un recuerdo para después prodigar páginas de un humor invencible. Se convertía en la soberana de un reino cuyos habitantes tenían nombres improbables como Rodolfa, Cornelia, Cleóbula. En esa comarca imaginaria, todo era posible: la cursilería, la venganza, la impiedad, el impudor infantil o las enumeraciones caóticas en las que a una catedral y a un navío les sucedía la mención de los tallarines como una irrupción escandalosa.
Con todo, hasta en ese dominio, "su dominio", la reina sabía que estaba amenazada. La acosaba el temor de no llegar a terminar lo que estaba haciendo: un cuento, un poema, una fotografía no revelada, un retrato. "Siempre me pareció criminal dejar inconcluso algo que uno ha empezado", dijo alguna vez. Ése fue el temor que la llevó a terminar La promesa . En 1989, ya sabía que el olvido la asediaba y la llevaba a repetirse como a la narradora de su libro. El tiempo la castigaba con una traición inesperada: la de la memoria. Por eso conmueve leer el agradecimiento de esa mujer de La promesa que flota en el mar, ahogada por el agua de los recuerdos. "Gracias, Dios mío, por facilitarme la vida, por permitirme escribir hasta el último orgasmo y por haber escrito esta novela en tu honor." Dios debe de haberle abierto las puertas del Cielo de par en par ante ese homenaje estremecido.


http://www.lanacion.com.ar/1352418
Un cuento...

"El Mal"



Una noche rodearon la cama contigua con biombos. Alguien explicó a Efrén que su vecino estaba agonizando. Ese vecino perverso no sólo le había robado la manzana que estaba sobre la mesa de luz, sino el derecho a gozar de la protección de esos biombos, en cuya otra faz había seguramente pintadas flores y figuras de querubes. Esta circunstancia oscureció la alegría de Efrén. Asimismo, con sábanas y frazadas para cubrirse, estaba en el paraíso. Veía de soslayo la luz rosada de los ventanales. De vez en cuando le daban de beber; tenía conciencia del alba, de la mañana, del día, de la tarde y de la noche, aunque las persianas estuvieran cerradas y que ningún reloj le anunciara la hora. Cuando estaba sano solía comer con tanta rapidez que todos los alimentos tenían el mismo sabor. Ahora, reconocía la diferencia que hay hasta en los gustos de una naranja y de una mandarina. Apreciaba cada ruido que oía en la calle o en el edificio, las voces y los gritos, el ruido de las cañerías, de los ascensores, de los automóviles, de los coches de caballos que pasaban. Cuando sentía necesidad de orinar tocaba el timbre; mágicamente aparecía una mujer, con blancura de estatua, trayendo un florero de vidrio que era una suerte de reliquia y esa misma mujer, con ojos etruscos y uñas de rubí, le ponía enemas o lo pinchaba con una aguja como si cosiera un género precioso. Una caja de música no era tan musical, el pecho de una santa o de un ángel tan buenos como la almohada donde recostaba la cabeza. Cosquilleos agradables le corrían por la nuca, bajaban por la columna vertebral a las rodillas. Pensaba: era la primera vez que podía pensar: "Qué precio tiene un cuerpo. Vivimos como si no valiera nada, imponiéndole sacrificios hasta que revienta. La enfermedad es una lección de anatomía." Soñaba: era la primera vez que podía soñar. Juegos de billar, una pipa, el diario leído minuciosamente, viajes breves, mujeres que le sonreían en un cinematógrafo, una corbata roja, lo deleitaban. En sus delirios tenía presencias del futuro; las visitas de los domingos, que se enteraron de su don, acudían al hospital para acercarse a su cama y oír las predicciones. Advirtió que los biombos no rodeaban la cama del vecino, sino la suya, y quedó complacido. Los pies ya no le dolían de tanto caminar, ni la cintura de tanto estar agachado, ni el estómago de pasar tanta hambre. Divisaba el patio con palmeras y palomas, en cada ventanal. El tiempo no pasaba porque la felicidad es eterna. Los médicos dijeron que iban a salvarlo. Retiraron los biombos con flores y querubes. A su juicio, los médicos eran bribones. Saben dónde se aloja la enfermedad y la manejan a su gusto. El organismo tal vez oye los diálogos que rodean la cama de un enfermo. Efrén tuvo pesadillas por culpa de esos diálogos. 



Soñó que para ir al trabajo tomaba un colectivo y después de sentarse advertía que el colectivo no tenía ruedas, que bajaba del colectivo y tomaba otro que no tenía motor y así sucesivamente hasta que se hacía de noche. 

Soñó que estaba en la peletería, cosiendo pieles; las pieles se movían, gruñían. Al cabo de un rato, en el cuarto donde trabajaba, varias fieras, con aliento inmundo, le mordían los tobillos y las manos. Al cabo de un rato, las fieras hablaban entre ellas. El no entendía lo que decían porque hablaban en un extraño idioma. Comprendía finalmente que iban a devorarlo. 

Soñó que tenía hambre. No había nada que comer; entonces sacaba del bolsillo un trozo de pan tan viejo que no podía morderlo con los dientes; lo remojaba en agua, pero continuaba igual; finalmente, cuando lo mordía, sus dientes quedaban dentro del único pan que había conseguido para alimentarse. El camino hacia la salud, hacia la vida, era ése. 

El organismo de Efrén, que era fuerte y astuto, buscó un lugar en sus entrañas para esconder el mal. Ese mal era una fortuna: con subterfugios, encontró manera de conservarlo el mayor tiempo posible. De ese modo Efrén durante unos días, con el sentimiento de culpa que inspira siempre el engaño, volvió a ser feliz. La hermana de caridad le hablaba de sus hijos y de su mujer, inútilmente. Para él, ellos estaban dentro de la libreta del pan o de la carne. Tenían precio. Costaban cada día más. 

Sudó, se agachó, sufrió, lloró, caminó leguas y leguas para conseguir la tranquilidad que ahora querían arrebatarle.


de "La Furia", © Editorial Sur, 1959


viernes, 18 de febrero de 2011

Una flor llamada Emily

Emily Dickinson. Una mujer, una poeta.


Reseña biográfica


Poeta norteamericana nacida en Amherst, Massachusetts
en 1830.
Hija y nieta de prominentes figuras políticas e intelectuales, fue educada en un ambiente puritano y estricto que la convirtió en una persona solitaria y nostálgica. Durante su vida rara vez salió de casa y sus amistades fueron escasas; sin embargo, entre las pocas personas que frecuentó, tuvo especial aprecio por el Reverendo Charles Wadsworth,  quien tuvo un impacto enorme sobre sus pensamientos y su poesía. Admiró también a los poetas Robert y Elizabeth Barrett  Browning, así como a John Keats.
Aunque su producción poética fue muy amplia, 
sólo fue editada en 1890 después de su muerte, 
ocurrida en el año de 1886 en la ciudad de Amherst. 







Algunos de sus textos...


A una casa de rosa no te acerques...

a una casa de rosa no te acerques
demasiado, que estragos de una brisa
o el rocío inundándola -una gota-
abatirán su muro, amedrentado.
Y atar no intentes a la mariposa,
ni escalar setos del arrobamiento.
Hallar descanso en lo inseguro
está en el mismo ser de la alegría.

Coloquio

Había muerto yo por la Belleza;
me cercaban silencio y soledad,
cuando dejaron cerca de mi huesa
a alguno que murió por la Verdad.

En el suave coloquio que entablamos,
vecinos en la lúgubre heredad,
me dijo y comprendí: Somos hermanos
una son la Belleza y la Verdad.

Y así, bajo la noche, tras la piedra,
dialogó nuestra diáfana hermandad
hasta que el rostro nos cubrió la yedra
y los nombres borró la eternidad.

Versión de Carlos López Narváez

Embriaguez

En jarros tallados en nácar
apuro un licor ignorado...
Tal vez ni del Rhin en las cavas
pudiera mi sed encontrarlo.

Con una embriaguez de rocío,
borracha de incógnitos hálitos,
tabernas de azul diluido
recorro en perpetuos veranos.

Cuando las abejas
y las mariposas,
agobiadas, ebrias,
vuelen de las pomas,
aún libaré yo mi vaso
de extraño licor...
Hasta que los ángeles
me agiten su níveo penacho,
y a los ventanales
celestes se asomen los santos
para contemplarme
borracha de azul y de sol.

Versión de Carlos López Narváez




En mi flor me he escondido...


En mi flor me he escondido
para que, si en el pecho me llevases,
sin sospecharlo tú también allí estuviera...
Y sabrán lo demás sólo los ángeles.

En mi flor me he escondido
para que, al deslizarme de tu vaso,
tú, sin saberlo, sientas
casi la soledad que te he dejado.

Versión de L.S.




jueves, 17 de febrero de 2011

Apenas una pregunta...


 ¿por qué escribimos?


Para entender. Para amar. Para que nos quieran. Para saber. Por necesidad. Por dinero. Por costumbre. Para vivir otras vidas y revivir la propia. Para dar testimonio. Cincuenta escritores tratan de contestar esta pregunta incómoda...

EL PAIS - GDA
Algunos llegaron a la literatura por vocación, por el placer de la lectura y para emular a los autores que admiraban. Ahora crean por necesidad vital, o simplemente lo hacen por dinero. Autores de renombre revelan los motivos por los que dedican sus vidas a la escritura.
En el principio fue el verbo... Así lo recoge San Juan en su Evangelio. La palabra que conforma el mundo, el nombre que lo explica todo. Puede que no fuera tal, puede que antes del verbo existieran cielos, mares, noche, día, estrellas, firmamento. Pero si nadie sabía cómo nombrarlos, no eran nada, absolutamente nada. Así que al principio fue el verbo, como bien dejó escrito Juan. Y a ese verbo bíblico lo siguieron la épica de Homero, la intemperie y el poder de los dioses, el amor y la guerra que nos relata la Ilíada y, después, el delirio del Quijote, y luego, la soledad de Macondo.
Puede que después de episodios narrados como aquéllos no hiciera falta nada más. Pero a los clásicos, que montaron todos los cimientos del templo, siguieron más generaciones -"el eslabón en la cadena ininterrumpida de la tradición", de la que alerta Enrique Vila-Matas-, algunas nuevas preguntas para cada era, nuevos problemas y, por lo tanto, conceptos nuevos, palabras nuevas. Detrás de su registro se escondía un escritor. ¿Por qué?
¿Por qué escribir? ¿Para qué nombrar? ¿Para qué contar? Para entender. Para amar y que te amen. Para saber, para conocer. Por miedo, por necesidad, por dinero. Para sobrevivir, porque no todo el mundo sabe bailar el tango, ni jugar bien al fútbol. Por costumbre, para matar la costumbre, por vivir otras vidas y revivir la propia. Por dar testimonio, porque no se sabe escribir bien, confiesa John Banville. Porque leyeron, padecieron y miraron cara a cara a la muerte.
Porque el verbo provoca desasosiego en Nélida Piñón; porque no se elige, como un amor, añade Amélie Nothomb. Por ser el masoquista que uno lleva dentro, aduce Wole Soyinka; por los arroyos y los torrentes de los libros leídos, cuenta Fernando Iwasaki; como forma de existencia, según Elvira Lindo. "Una manera de vivir", dice Vargas Llosa, parafraseando a Flaubert. Para sentirse vivo y muerto, proclama Fernando Royuela. Igual que uno respira, suelta entre interrogaciones Carlos Fuentes. O para sobrevivir a ese fin, "a la necesaria muerte que me nombra cada día", testimonia Jorge Semprún.
La escritura es dolor y placer. Como el cuento, como la retórica aristotélica, se arma, se aprende. Principio y fin. Antes que nada vino el verbo, lo deja claro San Juan. También lo sabía Kafka. Pero el escritor checo pregunta: "¿Y al final?". Quizás silencio, como interpreta sobre su obra George Steiner, con buen tino, oliéndose el apocalipsis de la destrucción europea.
Como testimonio también se mete uno entre papeles. Se escribe por el mismo motivo por el que Ana Frank comenzó a organizar su diario. O por el que la poeta rusa Anna Ajmatova, cuando se pasó 17 meses en las filas de las cárceles de Leningrado para ver a su hijo, respondió a una mujer que la reconoció y le preguntó si podría describir aquello que sí, que lo haría. "Entonces -dice Anna en Réquiem -, una especie de sonrisa se deslizó por lo que alguna vez había sido su rostro." Eso fue suficiente motivo. La emoción de la verdad, la justicia de dejar constancia. Para que otros quizás lo aplicaran a su presente, para que no se repitiera.
Pero Anna Ajmatova confesó, además, que escribía por sentir un vínculo con el tiempo. También se lo hizo por amor, por miedo al amor, por desgarro. En honor a las musas, como Shakespeare, "ese goloso de las palabras", a juicio de Steiner, en sus sonetos: "Mi musa por educación se muerde la lengua y calla mientras se compilan/ elogios que te visten de oropeles/ y frases que las otras musas liman". Una pieza que termina con toda una declaración de intenciones y una respuesta al gran asunto de la escritura: "Si a otros por sus dichos los respetas/ a mí, por lo que pienso, que es mi letra".
Al principio fue el verbo. Pero Cervantes y Shakespeare lo enaltecieron, lo igualaron a la medida de Dios. Porque exploraron todos los delirios y las pasiones de sus criaturas. ¿Por qué escribir? Para emularlos, sin más. Podría ser. "Para parecerme a Espronceda", como suelta Caballero Bonald. Escribir porque se medita, como Descartes, como Chesterton, cuya obra nos envuelve en una paradoja sin fin. Para adentrarse en los laberintos y no necesariamente querer salir de ellos, como Borges. "Porque estamos aquí, pero querríamos estar allí", dice Antonio Tabucchi. Por emular la infancia, cuando la niña Almudena Grandes enmendaba la plana a los finales que no le gustaban. Por volver a inventar historias de indios, vaqueros y pitufos, dice David Safier. Porque a la hora de hacerlo, "disfrutar es una palabra que se queda corta", confiesa Ken Follet.
Para fijar la memoria, una forma de "hacer surgir los recuerdos y las imágenes", cuenta Álvaro Pombo. Para volver a vidas anteriores, a las lecturas y los tumbos que cada uno lleva en la mochila, según Arturo Pérez-Reverte. Como vicio solitario, describe Héctor Abad Faciolince. Porque uno no se encuentra bien, asegura Juan José Millás. Por afición o por aflicción, dice Gonzalo Hidalgo Bayal. O porque le gustaban las redacciones en el colegio, como descubrió Antonio Muñoz Molina. Y hasta hoy.
La palabra es agua y cada historia, el río que las lleva. El escritor es quien domina la corriente, como hicieron Balzac, Dostoyevski, Dickens, Galdós, Clarín, Flaubert, Tolstoi, que siguió la estela épica de Homero como nadie. O el que va contra la corriente, como Marcel Proust, James Joyce, Valle-Inclán. Sin dudas, hay que enfrentarse a ello, como dice Josep Pla en su Diccionario de Literatura , "con temperamento". O con el empeño de conocerse, a la manera de Montaigne y los grandes memorialistas posteriores del siglo XVIII. Entre la verdad y la exageración, pero con talento, como Casanova.
El juego, la tortura de la palabra, también es lícito. Pero eso es más cometido de los poetas, como admitía Jaime Gil de Biedma. Para él, escribir era "erosionar el idioma en la forma en que el idioma lo admite". Es decir, maltratar el verbo, fustigarlo, estrangularlo. Pero para resucitarlo después, como el Evangelio. A lo largo de la historia, el escritor ha visto crecer Babel y ha contribuido a entenderla. Pero hubo también un tiempo, en el siglo XX, que lo aniquiló, que se arrojó al apocalipsis, con la Segunda Guerra Mundial. Disfrutemos en esta nueva era. Todos los motivos, todas las respuestas que se les ocurran a quienes deben contar nuestra historia son válidos.
Héctor Abad Faciolince
Porque mi cerebro se comunica mejor con mis manos que con la lengua. Porque me odio menos escribiendo que hablando. Por un ameno vicio solitario.
John Banville
Escribo porque no sé escribir. Un periodista le preguntó a Gore Vidal por qué había escrito Myra Breckinridge , a lo que contestó: "´Porque no estaba ahí"´. Fue una buena respuesta. Poner algo nuevo en el mundo es un privilegio que no se le concede a mucha gente.
Felipe Benítez Reyes
No sé por qué escribo, ni tampoco tengo demasiado interés en saberlo. En este caso, me preocupa más el cómo que el porqué. La pregunta me parece ociosa, de modo que cualquier respuesta posible no pasaría de ser una pirueta truculenta en el vacío. Aunque -quién sabe- a lo mejor escribe uno para eso: para obtener respuestas sin el requisito de una pregunta previa y, sobre todo, para ensayar piruetas truculentas en el vacío, que es un territorio literario bastante fértil.
John Boyne
Escribo porque las historias entran en mi mente y me niego a irme hasta que no escribo 26 letras en el teclado y las envío a una pantalla ante mis ojos. Escribo por Charles Dickens. Y por George Orwell. Y John Irving. Y Colm Tóibín. Escribo porque me encanta la sensación de tener un libro en mis manos y un libro en mi cabeza. Escribo porque me encantan las palabras. Escribo porque leo. Escribo porque siempre quiero saber qué ocurrirá a continuación.
José Manuel Caballero Bonald
Empecé a escribir porque quería parecerme a Espronceda. Un día encontré en mi casa familiar una biografía del poeta y quedé fascinado por alguien que murió con 33 años y había vivido grandes aventuras: fundó una sociedad secreta, sufrió persecuciones y cárceles, anduvo exiliado en Lisboa y Londres, combatió en las barricadas de París, fue diputado, vivió amores difíciles, luchó heroicamente contra el absolutismo, etcétera. Pues bien: como yo no podía emular a Espronceda en tantas y tan singulares hazañas, elegí lo que me resultaba más factible: ejercer de insumiso y escribir poesía.
Andrea Camilleri
Escribo porque siempre es mejor que descargar cajas en el mercado central. Escribo porque no sé hacer otra cosa. Escribo porque después puedo dedicar los libros a mis nietos. Escribo porque así me acuerdo de todas las personas a las que tanto he querido. Escribo porque me gusta contarme historias. Escribo porque me gusta contar historias. Escribo porque al final puedo tomarme mi cerveza. Escribo para devolver algo de todo lo que he leído.
Luisa Castro
La escritura para mí es una rendición. Escribo para conocer relatos que me cuento a mí misma. No me siento dueña de mis relatos, tienen vida propia, son autónomos y más poderosos que yo. No me identifico con ellos, no comparto sus ideas, ni su visión del mundo. Se producen en mi cabeza sin mi permiso, y cuando los suelto, es porque me han vencido.
Lucía Etxebarria
Para que me quieran más. Porque cada vez que alguien me dice: "Tus libros me han ayudado mucho, por favor sigue escribiendo", me da una razón para hacerlo. Porque al colocar a personajes en situaciones que simbólicamente pueden representar aspectos de mi vida y conseguir que salgan airosos de ellas, de alguna forma me salvo a mí. Porque siempre lo he hecho, porque es natural en mí, y porque es de las cosas que mejor hago, amén de dibujar, cocinar, hacer el amor y organizar fiestas. Escribo por amor, publico por dinero. Por esa razón, no publico ni la mitad de lo que escribo.
Umberto Eco
Porque me gusta.
Ken Follet
Disfruto escribiendo, pero "disfrutar" es una palabra que se queda corta. El acto de escribir me apasiona. Todo forma parte del reto de hechizar a mis lectores. Mi trabajo me absorbe de forma total.
Carlos Fuentes
¿Por qué respiro?
Almudena Grandes
Cuando era pequeña y leía un libro que me gustaba mucho, me inventaba a solas, para mí sola, otro final, la continuación que su autor no había querido escribir. Todavía ahora, cuando no puedo dormir, me cuento historias, las pienso, las repaso, las describo en silencio, con los ojos cerrados, hasta que me quedo dormida.
Mark Haddon
Ficción, poesía, teatro, pintura, dibujo, fotografía... en realidad eso no importa. Un día que no consigo hacer alguna cosa, por pequeña que sea, me parece un día desperdiciado. A veces puede parecer una bendición ser así, saber con tanta certeza lo que quiero hacer, pero a menudo es un sufrimiento, porque saber lo que quieres no es lo mismo que saber cómo hacerlo. ¿Por qué escribo? La única respuesta es "porque no puedo hacer otra cosa".
Gonzalo Hidalgo Bayal
"Por afición, por aflicción", escribí alguna vez. Por afición, porque es inclinación, necesidad, perseverancia y distracción. Por aflicción, porque sólo el dolor y sus numerosas circunstancias proporcionan suficiente materia literaria. En la afición se centra la relación con el lenguaje, que es, cuanto más intensa, más grata y divertida. La aflicción obliga, en cambio, a la búsqueda del sentido, si es que algún sentido tienen las desventuras de los hombres.
Fernando Iwasaki
Escribo porque es el más poderoso acto libertario que conozco. Escribo porque el hechizo de la literatura es fulminante y a mí me hace ilusión ser aprendiz de aquellas magias. Escribo porque mis padres y mis hijos se alegran cada vez que alguien les cuenta que ha leído algo mío. Escribo porque contar historias es el oficio más antiguo del mundo. Escribo porque dedico todos los libros de ficción a mi mujer y así -mientras siga escribiendo- ella sabrá que la sigo queriendo.
Use Lahoz
Escribo para reflexionar y pensar y darle vueltas a la vida de personajes siempre más interesantes que la mía. Y disfrutar del placer de la ficción, que es adictivo y que, como la realidad, no tiene límites. Escribo por supuesto para combatir el aburrimiento y pasarlo en grande. Para un escritor vivir, fundamentalmente, es escribir. Escribo para estar en paz conmigo mismo, por aquello que decía Machado de "yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas". Escribo porque conmueve y perdura, cada novela es la primera. Además es bastante barato. En fin: escribo porque aprendo, y así, a veces, parece que sigo estudiando.
Donna Leon
Al principio escribía para ver si podía hacerlo. Resultó que escribir un libro era muy divertido. Y por eso ahora, después de 20 años y de 20 libros, lo hago porque es divertido. Los personajes hacen lo que les digo que hagan; la realidad se puede cambiar para adaptarla a mis necesidades; si alguien muere, lo puedo resucitar al día siguiente. Supongo que también hay un elemento de vanidad. En una cena, todos queremos que presten atención a nuestras ideas, ¿no es cierto? Pero los buenos modales mandan que compartamos la conversación con los demás. Pero en un libro, nuestro libro, nosotros los escritores podemos seguir -bla, bla, bla- sin parar, y nunca tenemos que interrumpirnos para dejar hablar a nadie más.
Elvira Lindo
Escribo desde los nueve años. Desde muy joven empezaron a pagarme en la radio por guiones, cuentos y sketches . A los 31 años comencé a escribir libros. Pensé que escribir era mi oficio hasta que me di cuenta de que se trataba de algo más. Es un oficio pero también una forma de vida. No sabría vivir sin escribir. Todo lo que hago al cabo del día, lo que veo y escucho, lo que me provoca asombro, alegría o desdicha es material para ser contado. Y esa actitud vital, la de formar parte de la comedia humana pero la de ser también espectadora de ella, ese estar fuera y dentro a la vez, me ayuda a asimilar la experiencia de una manera enriquecedora. Escribo todos los días. Cuando no escribo, me siento una inútil, así que he llegado a una conclusión radical: nunca podré dejarlo. No sé hacer otra cosa, no sabría vivir de otra manera.
Alberto Manguel
Porque no sé bailar el tango, tocar un instrumento musical como la celesta o el glockenspiel, resolver problemas de matemáticas superiores, correr una maratón en Nueva York, trazar las órbitas de los planetas, escalar montañas, jugar al fútbol, jugar al rugby, excavar ruinas arqueológicas en Guatemala, descifrar códigos secretos, rezar como un monje tibetano, cruzar el Atlántico en solitario, hacer carpintería, construir una cabaña en Algonquin Park, conducir un avión a reacción, hacer surf, jugar a complejos videojuegos, resolver crucigramas, jugar al ajedrez, hacer costura, traducir del árabe y del griego, realizar la ceremonia del té, descuartizar un cerdo, ser corredor de Bolsa en Hong Kong, plantar orquídeas, cosechar cebada, hacer la danza del vientre, patinar, conversar en el lenguaje de los sordomudos, recitar el Corán de memoria, actuar en un teatro, volar en dirigible, ser cineasta y hacer una película en blanco y negro, absolutamente realista, de Alicia en el País de las Maravillas , hacerme pasar por un banquero respetable y estafar a miles de personas, deleitarme con un plato de tripas à la mode de Caën , hacer vino, ser médico y viajar a un lugar devastado por la guerra y tratar con gente que ha perdido un brazo, una pierna, una casa, un hijo, organizar una misión diplomática para resolver el problema del Medio Oriente, salvar náufragos, dedicar treinta años al estudio de la paleografía sánscrita, restaurar cuadros venecianos, ser orfebre, dar saltos mortales con o sin red, silbar, decir por qué escribo.
Javier Marías
Escribo para no tener jefe ni verme obligado a madrugar. También porque no hay muchas más cosas que sepa hacer, y lo prefiero y me divierte más que traducir o dar clases, que al parecer sí sé hacer. O sabía, son actividades del pasado. También escribo para no deberle casi nada a casi nadie ni tener que saludar a quienes no deseo saludar. Porque creo que pienso mejor mientras estoy ante la máquina que en cualquier otro lugar y circunstancia. Escribo novelas porque la ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da, como dice un personaje de la novela que acabo de terminar. Y porque lo imaginario ayuda mucho a comprender lo que sí nos ocurre, eso que suele llamarse "lo real". Lo que no hago es escribir por necesidad. Podría pasarme años tan tranquilo, sin escribir una línea. Pero en algo hay que ocupar el tiempo, y algún dinero hay que ganar. También escribo para eso.
Luisgé Martín
Cuando escucho a algún escritor explicar las razones por las que escribe, pienso que yo también comparto esas razones. Todas. Me siento como un compendio, como uno de esos hipocondríacos que encuentran en sí mismos todos los síntomas de los que oyen hablar. Escribo como terapia psíquica, para ordenar el mundo y comprenderlo, para vivir vidas que no he podido vivir. Pero hace poco, leyendo el discurso de Pamuk en la Academia Sueca cuando recibió el Nobel, encontré una razón que nunca había escuchado así formulada y que me parece formidable: "Escribo porque puede que así comprenda la razón por la que estoy tan, tan enfadado con ustedes, con todo el mundo".
Luis Mateo Díez
Escribo para disimular la incapacidad de hacer cualquier otra cosa. Escribir no sólo me entretiene, también me apasiona y me hace sentir dueño de algo que se contrapone en mi existencia a una cierta inclinación de inutilidad. Los días en que me quedo satisfecho con lo que acabo de escribir tengo la convicción de no haber perdido el tiempo.
Eduardo Mendicutti
También a mí, como a Vargas Llosa, me dicen montones de veces que lo único que sé hacer es escribir. A lo mejor por eso acabarán dándome el Nobel. Para todo lo demás, estoy convencido, soy un desastre: para poner ladrillos, para cultivar tomates, para imponer el orden, para correr a pie o en bicicleta, aunque sea dopado, para condenar a delincuentes -con lo que a mí me gustan algunos delincuentes- sin que se me parta el corazón, o para defenderlos sin contagiarme... Cierto que, desde hace 30 años, soy bastante bueno como secretario general de una patronal de empresas consultoras, pero con algo tengo que redimirme. Claro que, según algún crítico y algunos colegas, puede que también para escribir sea una calamidad, pero de eso aún no he llegado a convencerme.
Eduardo Mendoza
Sinceramente, no lo sé. No es una respuesta bonita, pero es la que más se aproxima a la verdad.
Ricardo Menéndez Salmón
Escribo por insatisfacción. Si estuviera satisfecho, me limitaría a "vivir la vida", no a intentar comprenderla mediante la escritura. Claro que al intentar comprenderla, es decir, al escribirla, me doy cuenta de que en realidad la vida resulta incomprensible. Lo cual genera una nueva insatisfacción, la de comprobar que el intento por comprender la vida mediante la literatura lo único que ilumina es la imposibilidad de alcanzar esa comprensión. Pero entonces sucede algo curioso, y es que el hecho de descubrir esa imposibilidad me conmueve, admira e impulsa a escribir más y más.
Juan José Millás
Escribo por las mismas razones por las que leo: porque no me encuentro bien.
Rosa Montero
Escribo porque no puedo detener el constante torbellino de imágenes que me cruza la cabeza, y algunas de esas imágenes me emocionan tanto que siento la imperiosa necesidad de compartirlas. Escribo para tener algo en qué pensar cuando, en la soledad tenebrosa de la duermevela, por la noche, en la cama, antes de dormir, me asaltan los miedos y las angustias. Escribo porque mientras lo hago estoy tan llena de vida que mi muerte no existe: mientras escribo, soy intocable y eterna. Y, sobre todo, escribo para intentar otorgar al Mal y al dolor un sentido que en realidad sé que no tienen.
Luis Muñoz
Creo que puedo distinguir razones de tipo general y razones particulares. Entre las particulares: por darle forma a una emoción concreta, por hacerle un hogar de palabras a uno de esos pensamientos que uno cree que pueden ser salvadores, por ser vulnerable al contagio de otro poema que creo admirable y hacerme la ilusión de que puedo responderle, conversar con él o seguir alguno de sus hilos sueltos. Entre las generales, por querer sentir mi tiempo, el rabioso presente, en el lenguaje; por estar enamorado de la capacidad de las palabras para volver a decir la verdad, por el sentimiento de libertad que produce, por darles forma a seres informes: embriones de voces, sentimientos, sensaciones, ideas...
Antonio Muñoz Molina
Creo que nunca he pensado mucho en por qué escribo, salvo cuando me han hecho esa pregunta y he tenido que improvisar una respuesta que sonara convincente. Escribo, sobre todo, porque me gusta mucho hacerlo, y me ha gustado casi desde que tengo recuerdos. Me gustaba inventar cuentos, escribirlos y dibujarlos cuando era niño. Me gustaba escribir redacciones en la escuela. Luego empecé a leer novelas de aventuras y me enteré de que todas ellas tenían un autor, que solía ser Julio Verne, y por primera vez me imaginé practicando ese oficio. Después me aficioné a leer poesía y por imitación me puse a escribir versos, siempre muy malos. Cuando tuve una máquina de escribir, se me iban las tardes improvisando lo que fuera, por el puro gusto de golpear las teclas: diarios, poemas, obras de teatro. Escribo por gusto y porque me gano la vida escribiendo. Algunas veces disfruto mucho y otras preferiría estar haciendo cualquier otra cosa. Pero en ocasiones en que me he puesto a escribir contra mi voluntad y casi a la fuerza he encontrado cosas que de otra manera no se me habrían ocurrido. También escribo por quitarme la mala conciencia de no haber escrito, o para tener el alivio de haberlo hecho. Me puedo imaginar no publicando, al menos durante largos períodos, pero no me imagino no escribiendo. En el fondo es un vicio, un hábito cotidiano, o una manera de estar en el mundo, como tener afición por la lectura o por la música.
Julia Navarro
Para mí, escribir es una oportunidad de vivir otras vidas, pero también de asumir compromisos, aunque a veces vayan envueltos con el papel del entretenimiento.
Andrés Neuman
Escribo porque de niño sentí que la escritura era una forma de curiosidad e ignorancia. Escribo porque la infancia es una actitud. Escribo porque no sé, y no sé por qué escribo. Escribo porque sólo así puedo pensar.
Amélie Nothomb
Me preguntan por qué elegí escribir. Yo no lo elegí. Es igual que enamorarse. Se sabe que no es una buena idea y uno no sabe cómo ha llegado ahí, pero al menos hay que intentarlo. Se le dedica toda la energía, todos los pensamientos, todo el tiempo. Escribir es un acto y al igual que el amor, es algo que se hace. Se desconoce su modo de empleo, así que se inventa porque necesariamente hay que encontrar un medio para hacerlo, un medio para conseguirlo.
Arturo Pérez-Reverte
Escribo porque hace 25 años que soy novelista profesional, y vivo de esto. Es mi trabajo. Igual que otros pasan en la oficina ocho horas diarias, yo las paso en mi biblioteca, rodeado de libros y cuadernos de notas, imaginando historias que expliquen el mundo como yo lo veo, y llevándolas al papel a golpe de tecla. Procuro hacerlo de la manera más disciplinada y eficaz posible. En cuanto a la materia que manejo, cada cual escribe con lo que es, supongo. Con lo que tiene en los ojos y la memoria. Muchas cosas no necesito inventarlas: me limito a recordar. Fui un escritor tardío porque hasta los 35 años estuve ocupado viviendo y leyendo; pateando el mundo, los libros y la vida. Ahora, con lo que eché en la mochila durante aquellos años, narro mis propias historias. Reescribo los libros que amé a la luz de la vida que viví. Nadie me ha contado lo que cuento.
Nélida Piñón
Yo escribo porque el verbo provoca en mí desasosiego, afila los mil instrumentos de la vida. Y porque, para narrar, dependo de mi creencia en la mortalidad. Con la fe en que una historia bien contada me arrebate las lágrimas. Sobre todo cuando, en medio de la exaltación narrativa, menciona amores contrariados, despedidas hirientes, sentimientos ambiguos, despojados de lógica. Escribo, en conclusión, para ganar un salvoconducto con el que deambular por el laberinto humano.
Álvaro Pombo
Pienso en el pequeño cementerio de Londres, a unos diez minutos a pie de Paddington Green, donde robé un perro feo, de cemento, del sepulcro de una dama ahí enterrada. Al venir a Madrid, abandoné ese perro a su suerte. Escribir esto, ¿es escribir, o no? Es, desde luego, un modo de hacer surgir los recuerdos y las imágenes distinto del modo normal: un modo prefabricado, que desea causar un efecto imborrable al menos en mi alma y luego en la de un lector o un millón, si es posible. Y también es un intento de expresar el ser, el Dios, en la claridad del ser-ahí que era yo en aquel entonces, al borde de la nada.
Benjamín Prado
Yo escribo para divertirme, para entretenerlos, para aprender, para enseñarles, para que sea cierto que "escribir es soñar y que otros lo recuerden al despertar", para que no me olviden, para que no nos callen y, en primer lugar, porque no podría no hacerlo.
Soledad Puértolas
Las alegrías de la vida te desbordan. El dolor y la pérdida te superan y hunden. El tedio y la monotonía pueden resultar aniquiladores. Cuando escribo, estoy fuera de esa realidad. He entrado en otra donde sí es posible buscar un sentido, incluso vislumbrarlo. La soledad, que tantas veces se ha hecho insoportable, se hace ligera y deseable. El estado perfecto. Hay metas, humanidad, sentidos. Hasta cabe la risa, el gran regalo.
Santiago Roncagliolo
Debería decir que escribo porque no sé hacer nada más, pero intentaré una respuesta más profunda: creo que la realidad no tiene ningún sentido. Las cosas pasan a tu alrededor de una manera errática, a menudo contradictoria, y un día te mueres. Las cosas en que creías dejan de ser ciertas de un momento a otro. En cambio, las novelas tienen un principio, un medio y un desenlace. Los personajes se dirigen hacia algún lugar, la gloria, la autodestrucción o la nada, y sus acciones tienen consecuencias en ese camino. Escribo historias para inventar algo que tenga sentido.
Fernando Royuela
Escribo para seducir, para subvertir, para sentirme vivo y muerto, para llorar, amar y maldecir. Escribo para no tener que aguantarme, para negar el mundo, para huir. Escribo porque me da la gana y me lo puedo permitir.
David Safier
¿Se acuerda de cuando era niño y jugaba, inventando historias disparatadas con figuritas de indios, vaqueros o pitufos? ¿O simplemente imaginando en la bañera que era el capitán de un barco pirata que buscaba un tesoro en medio de la tormenta? ¿Se acuerda de cómo se sentía cuando jugaba con otros niños en la calle y vivían increíbles aventuras haciendo de exploradores, cazadores o agentes secretos; luchando contra dinosaurios, monstruos o supermalos que querían destruir la tierra con rayos mortales? Pues bien, todo eso es lo que yo hago todavía. Jugar con mi imaginación. Cada día de mi vida. Y lo seguiré haciendo hasta que me muera. O me vuelva loco.
Jorge Semprún
Si lo supiera, tal vez no escribiría. Quiero decir, si lo supiera con certeza, si a cada momento pudiese proclamar taxativamente, sin vacilar, por qué escribo, y para qué, para quién o quiénes; si así fuera, tal vez no escribiría. O sea que escribo, en cierta medida, para encontrar respuestas al porqué. Escribir no es un acto reflejo, ni una función natural. No se escribe como se come o se ama. No se agota en el hecho de escribir el portentoso, o doloroso, o lo uno y lo otro, milagro de la escritura. No se agota, al escribir, el deseo inagotable de la escritura. Tal vez porque sea ésta la mejor forma de sobrevivir. ¿Por qué escribo? Tal vez para sobrevivir a la muerte, la necesaria muerte que me nombra cada día.
Wole Soyinka
Hace varios años, participé en esta misma experiencia con el periódico francés Libération . En aquella ocasión contesté: "Supongo que por el ser masoquista que llevo dentro de mí". Desde entonces, no he tenido ningún motivo para cambiar mi respuesta.
Antonio Tabucchi
Preferiría formular la pregunta así: ¿Por qué se escribe? Hace tiempo, cuando era joven, escuché a Samuel Beckett responder: "No me queda otra". Las respuestas posibles son todas plausibles pero con signo de interrogación. ¿Escribimos porque tememos a la muerte? ¿Porque tenemos miedo de vivir, porque tenemos nostalgia de la infancia, porque el tiempo pasado corrió deprisa o porque queremos detenerlo? ¿Escribimos porque a causa de la añoranza sentimos nostalgia, arrepentimiento? ¿Porque querríamos haber hecho una cosa y no la hicimos o porque no deberíamos haber hecho algo que hicimos? ¿Por qué estamos aquí y queremos estar allá y si estuviéramos allá nos hubiese resultado mejor quedarnos aquí? Como decía Baudelaire, la vida es un hospital donde cada enfermo quiere cambiar de cama. Uno piensa que se curaría más deprisa si estuviera al lado de la ventana y otro cree que estaría mejor junto a la calefacción.
Andrés Trapiello
Lo natural es hablar, incluso cantar, pero no escribir. Poner las palabras por escrito en un libro es, decía Unamuno, una "tragedia del alma", y acaso se escriba por miedo a quedarse uno a solas con su dolor, como si escribir fuese un remedio, y no un veneno. Así lo siento yo también.
Kirmen Uribe
En noviembre de 2007 tuve la suerte de asistir como escritor invitado a la clase de escritura creativa de Anthony MacCann, en el CalArts de Los Ángeles. Anthony me contó que los mejores de cada promoción son fichados por las grandes productoras para trabajar como guionistas de series de televisión. Se hacen ricos. Los "peores", por el contrario, se dedican a la poesía. A mí me encanta quedarme solo y escribir. "Un solitario impulso de delicia" me lleva a escribir, como decía Yeats en su poema "Un aviador irlandés prevé su muerte". Disfruto casi tanto como los "peores" de CalArts, que, tumbados en el césped del campus con un libro en las manos, levantaban la mirada para ver pasar las nubes. Yo, en la clase de Anthony, sería, sin duda, del grupo de los poetas.
Mario Vargas Llosa
Escribo porque aprendí a leer de niño y la lectura me produjo tanto placer, me hizo vivir experiencias tan ricas, transformó mi vida de una manera tan maravillosa que supongo que mi vocación literaria fue como una transpiración, un desprendimiento de esa enorme felicidad que me daba la lectura. En cierta forma la escritura ha sido como el reverso o el complemento indispensable de esa lectura, que para mí sigue siendo la experiencia máxima, la más enriquecedora, la que más me ayuda a enfrentar cualquier tipo de adversidad o frustración. Por otra parte, escribir, que al principio es una actividad que incorporas a tu vida con otros, con el ejercicio se va convirtiendo en tu manera de vivir, en la actividad central, la que organiza absolutamente tu vida. La famosa frase de Flaubert que siempre cito: "Escribir es una manera de vivir". En mi caso ha sido exactamente eso. Se ha convertido en el centro de todo lo que yo hago, de tal manera que no concebiría una vida sin la escritura y, por supuesto, sin su complemento indispensable, la lectura.
Juan Gabriel Vásquez
Escribo porque me irrita y me entristece el desorden del mundo, y descubrí hace mucho tiempo que en la buena ficción el mundo tiene un orden o su desorden tiene un sentido. Escribo porque mi inteligencia es limitada y sólo soy capaz de entender lo que viene en palabras. Escribo, por lo tanto, porque no entiendo o porque ignoro: "escribe sobre lo que conoces" me parece el consejo más idiota del mundo, porque se escribe, precisamente, para conocer.
Manuel Vicent
Si esta pregunta se me hubiera formulado hace muchos años, cuando empecé a escribir, mi respuesta habría sido más romántica, más literaria, más estúpida. Probablemente habría contestado que escribía para crear un mundo a mi imagen, para poder leer el libro que no encontraba en mi biblioteca, para no suicidarme, para enamorar a una niña, para influir en la sociedad o tal vez cínicamente porque no servía para nada más, ni siquiera para arreglar un enchufe. Sin olvidar lo que este oficio tiene de vanidad y de narcisismo, a estas alturas de la profesión creo que escribo porque es un trabajo que me gusta, que unas veces me sale bien y otras mal, pero en cualquier caso la literatura ya forma parte de un mismo impulso vital que me sirve para sentirme a gusto todavía en este mundo, sin que espere gran cosa de su resultado.
Enrique Vila-Matas
Ah, ya veo, vuelve la vieja y pérfida pregunta. Pero también podrían ustedes preguntarme por qué acabo de hacer un moño en mis zapatos, y por qué no me he contentado con un nudo que, para el caso, me habría servido igual. En algún tiempo remoto, un antepasado hizo el primer moño. Nosotros no somos más que sus imitadores, un eslabón en la cadena ininterrumpida de la tradición. De modo que a quien habría que preguntarle por qué escribo es a ese antepasado, preguntarle por qué quiso ir más allá del nudo.
Juan Eduardo Zúñiga
El jardincillo parece envejecido con los fríos de noviembre y el suelo está cubierto de las hojas caídas de una acacia. Dejo de mirarlo desde la ventana, estoy solo en el cuarto vacío donde tengo los juguetes y los cuentos, en las paredes sujetas con chinchetas hay dos láminas referentes a un país extranjero y extranjero es el autor de un libro que cojo, y me aprendo su nombre: Michel Zevaco. Leo el final del segundo capítulo: un hombre busca sin parar en un cofre lleno de joyas y no encuentra lo más importante para él. Me extraña esto ¿más valioso que joyas? Tengo al lado un cuaderno y lápiz, sin pensar escribo: "Él buscaba algo entre las joyas..." y sigo escribiendo, sigo así hasta hoy.